Mide tus palabras

Relatos de Aster Navas

Wednesday, August 06, 2008

La prima Maribel

Tuesday, January 22, 2008

Bienvenidos

Estimado lector:
Tal vez la radio te ha traído hasta aquí, uno de mis primeros blogs.

Si quieres leer algo más:

Margen cero

Tus relatos

Cuentos para esperar en los semáforos.

Andrómeda

Cuentos para esperar el ascensor.

Diari Maresme

Sísifo

Marte

Escuela de Escritores

¿Palabras?

Se conocieron en el funeral de un amigo común.
Estoy tan... no sé; me siento tan... -dijo ella.
Consternada -sugirió tímidamente él.
Se vieron durante un tiempo.
Tal vez... se me ocurre... claro que no sé qué pensarás tú. Tal vez podríamos vivir... -propuso ella.
Juntos -concluyó él.
Creo... claro que habría que confirmarlo... que estoy... -anunció ella, al de un par de años de casados.
Embarazada -dedujo él.
Vino después el desencanto y ella le reprochó lo que ya era un secreto a voces.
No es necesario que te inventes más congresos. Ya sé que este fin de semana has quedado con... ya sabes... tu -le reprochó ella.
Amante -reconoció él.
Quiero que sepas que eres, eres... -se irritó ella.
¿Despreciable? -preguntó él.
No. Eres un... lo tengo -es una palabrota- en la punta de la lengua; eres un...
¿Un hijoputa? -reconoció él.
No exactamente; eres un... le espetó.
¿Un cabrón? -aventuró él.
Sí; pero un cabrón, cabrón; un cabro...
¡Ah! Un cabronazo -sentenció él.
Eso mismo -le abrazó, aliviada: sin aquel tipo estaba perdida; no encontraba, ya saben..., las... sí, hombre; las...
En fin.

Monday, January 30, 2006

Náufragos

Todavía a finales de Octubre podías tropezarte con algún vecino. Eran normalmente matrimonios de jubilados que se resistían a volver a su domicilio habitual, confiando en que el verano se prolongara interminablemente. Aguantaban en bermudas los primeros desplantes del tiempo hasta que la lluvia y el viento les traía la certeza del otoño y el mar tomaba un premonitorio color ceniza. El resto de veraneantes habían abandonado la localidad muchos días antes, coincidiendo con el comienzo del curso escolar. Ya entonces ganaba las calles y playas una calma que se creía irrecuperable. Abandonadas por la chiquillería y el trasiego de vehículos, el silencio las reclamaba entonces súbitamente y resultaba extraño caminar por ellas escuchando tus propios pasos, notando los primeros y tímidos besos del frío en las mejillas.Para Noviembre la Avenida de Rís amanecía alfombrada por las ocres hojas de los plátanos, vacía y desolada como si una bomba de neutrones hubiera borrado cualquier vestigio de vida inteligente.
La arena iba ganando para entonces metros al asfalto, reconquistaba las terrazas de las cafeterías, reclamaba los balcones de los hoteles, avanzaba impunemente por las aceras, jaleada por el viento y la niebla.
Cierto es que de vez en cuando el invierno inminente concedía una tregua y un inesperado viento sur traía de nuevo cielos rasos y una luz olvidada.
Sara aprovechaba entonces para dar largos paseos por la playa. Recorría la orilla imprecada por las gaviotas, que no esperaban ya ningún intruso. Hasta hacía unos meses habían disputado aquel universo cambiante a una turbamulta de ridículos turistas a los que ya no recordaban. Quedaba de ellos algún fosforescente bote de bronceador que se negaba testarudo a ingerir el océano, alguna traslúcida botella de agua mineral con la que continuaba jugando el arrecife, la suela de una sandalia cubierta y descubierta por las dunas.
Era sin duda un placer recorrer aquella superficie lunar, alcanzar después el corte brusco de un acantilado, para contemplar, como espectador único y privilegiado el combate entre la espuma y el firme dorado, creciente y menguante como la luna.Aún no se había arrepentido. A fin de cuentas si necesitaba cualquier cosa podía siempre acercarse al centro del pueblo, una plaza portalada vigilada por el ayuntamiento. Allí continuaban abiertos un par de bares, un discreto supermercado, la farmacia y el centro de salud.
Según se descendía hacia la playa, sin embargo, mayor era el número de persianas cerradas, de urbanizaciones completamente vacías, como si sus inquilinos hubieran huido de una epidemia incontrolable, de un huracán con nombre de mujer.Aquel territorio de nadie parecía sujeto a un férreo toque de queda. A veces Sara imaginaba que los propietarios continuaban dentro de los bloques, agazapados en sus viviendas, seguros ya de la catástrofe inminente, del tifón que acariciaba ya sus puertas y del que aquellas primeras rachas de viento, aquel oleaje arbolado, eran síntomas incontestables.Había sido un acierto refugiarse allí, romper definitivamente con Germán aquella relación patológica y tomarse unos meses para organizar la vida como si fuera una estantería, necesitada de orden y concierto.La ubicación del adosado resultaba además relajante e invitaba a la reflexión. El salón se asomaba sobre la cala del Joyel y cada noche se dormía con el cíclico y conciliador movimiento del agua. El alquiler –también poseía encantos menos espirituales- fijado con la inmobiliaria, era, por otra parte, bajísimo.
Al principio disfrutó mucho de aquella vida de estilita, pero poco a poco, saberse sola en aquella urbanización terminó por inquietarla. Los ruidos domésticos -descorchar una botella, el goteo obsesivo de un grifo del baño, el sordo roce de la hoja del periódico entre los dedos- lejos de atenuar tanto silencio parecían agudizarlo.Por las noches, ya en la cama, el más leve rumor le hacía clavar la vista en el techo de escayola, aguzar el oído tratando de descubrir el origen de aquel imperceptible traqueteo, de ese tintineo metálico ya casi inaudible.
Fue, además, una temporada de mareas vivas y el arenal desaparecía para transformarse en un espejo. Tras la bajamar, infinidad de algas se apropiaban de la costa. Le angustiaba su aspecto verduzco y orgánico, una suerte de vómito que convertía la playa en un lugar impracticable y cuyo hedor –pasados algunos días- resultaba insoportable.
La naturaleza, en definitiva, le hacía sentirse como una intrusa, una forastera a la que tarde o temprano acabaría expulsando de su reino de salitre. Asediada, cercada, vigilada, hubiera jurado que le bastaba asomarse a la terraza para que el fragor del oleaje se volviera atronador y amenazante.
Cada día –al principio de una forma inconsciente, luego más deliberada- se demoraba más en el pueblo. Recorría parsimoniosamente los cuatro pasillos del supermercado o se detenía en los escasos escaparates de la zona porticada. Temerosa de iniciar el regreso, pedía otro cortado, encendía un último cigarrillo -el quinto, el último- que prolongaría al menos unos minutos la charla con el camarero, que la permitiría seguir allí, aferrada a ese paraíso bullicioso y humano que tanto echaba de menos, la inesperada música de la máquina tragaperras, los monosílabos de una partida de mus.Tomaba después resignada el coche y se acercaba lenta y atónita hasta la casa.La tormenta de aquella tarde la hizo por fin decidirse. Mientras la galerna peleaba por llevarse el tejado y arrancar las persianas, comprendió que había perdido la batalla. Se sorprendió llorando, gimoteando como una niña perdida en la playa, presa del pánico entre el gentío de un parque de atracciones.
El estrépito del agua le impidió oír los primeros timbrazos. Estudió por la mirilla al hombre, ansioso bajo la cortina de agua, empapado y exhausto como un náufrago, con el gesto inconfundible de quien huye del infierno.
Abrió la puerta, sintiéndose más socorrida que salvadora. Tuvo ganas de abrazarse a aquel tipo enorme y musculoso, aterido y mudo, llorar sobre su hombro inmenso.
Apenas había articulado un par de palabras en una lengua ininteligible, pero su voz le sonó grave y modulada, reconfortante y tranquilizadora en medio de esa noche de perros. Lo entrevió desde la cocina, mientras le preparaba un café caliente –sin la camisa y con el pelo alborotado por la toalla, respirando todavía agitadamente- y se sintió a salvo. Se asustó segundos después –el pantalón húmedo ciñéndole la cintura, esculpiéndole minuciosamente los glúteos- de desearlo. Creyó no ser la mujer que le besaba ahora apasionadamente en el espejo.
Tenía el rostro anguloso y los ojos rasgados. Se parecía mucho -también tenía una aparatosa cicatriz en el cuello- al individuo que ahora describían por la radio, un preso muy peligroso fugado esa misma mañana del cercano penal de El Dueso.

Tonterías, pensó, moviendo disimuladamente el dial mientras le dejaba conquistar su ombligo.Sólo lo dejó marchar cuando llegó la primavera.

Inesperadamente.

Cortometraje

La cámara hace un picado sobre el comedor: hay pocos clientes, lo que hace más nítido el sonido de vajilla, el tintineo de las copas y la conversación de una de las pocas parejas sobre la que se centra la imagen: él sufre una alopecia incipiente, ella tiene una media melena color caoba.
Sus palabras –las de él- se superponen a la música, un blues de Dizzy Gillespie. El diálogo es intrascendente: ella ha comentado algo de Gran Hermano VIP y en él – el visor nos acerca a ambos en un plano medio- adivinamos un gesto de condescendencia. Va vestido elegantemente y no se ha desembarazado de la americana que combina perfectamente con la camisa y la corbata color salmón. Ella se ha vestido para la ocasión pero se la nota desplazada y fuera de lugar, muy lejos de la naturalidad que aparenta el hombre.
Ahora se instala entre ellos un silencio incómodo que el objetivo aprovecha para dar un plano de detalle: las manos de él manejan los cubiertos con un virtuosismo hipnótico que también atrapa a la mujer, deslumbrada por la habilidad y el estilo con que su acompañante disecciona una lubina.
La toma de la mujer se centra en sus ojos. Ligeramente rasgados, los ensombrece el reproche y la insatisfacción. Un inesperado flash-back nos muestra su inventario emocional: un segundo traumático de alguna relación tempestuosa, ella contemplando la lluvia desde un mirador de madera en que su silueta se acaba difuminando...
Ese es posiblemente su primer hombre después de mucho tiempo y lo contempla con esos ojos –mitad deseo, mitad recelo- que ahora llenan la pantalla y en los que se reflejan también, como un chispazo, el acero del tenedor y del cuchillo con los que el tipo da cuenta de una naranja mientras se atreve con un chiste que –por su expresión- ella no ha acabado de entender. Poco sabe de el individuo que a esas alturas la tiene impresionada: tiene buen gusto y se dedica –eso al menos le dijo hace un par de meses, cuando el destino acertó a cruzarlos en algún punto- a la venta de artículos de segunda mano. Interesante, educado, inteligente, pendiente de su salud –gracias a su insistencia se hizo ella por fin aquel chequeo que había ido postergando- cosmopolita, sensible... Nada que ver con Mariano. Mejor, si les parece, no hablamos de Mariano. Mariano...
De cualquier forma –acaso por no romper el hechizo- ella hasta hoy no se ha atrevido a inquirir más y ha dejado trabajar a Cupido que últimamente la tenía muy olvidada. Sí, decididamente, bebe los vientos por el hombre que con un gesto medido y la voz modulada pide la cuenta.
Hagamos ahora un fundido; nos serviría también un encadenado vertiginoso. El oscuro interior de un bar de copas va tragándose, progresiva o agolpadamente, la luz cálida del restaurante. Él va por su tercer bourbon y ella –no debería hacerlo; empieza a encontrarse demasiado eufórica y desinhibida y eso la asusta- apura –acaba de regresar del baño- su segundo Cacique. El volumen de la música resulta atronador.Vamos con los actores hasta la pista. Rozan los dos los cuarenta y han perdido la habilidad de abrirse paso a codazos. La cámara les sigue con gran dificultad y nos muestra en consecuencia rostros distorsionados; choca con un hombro, se sonroja frente a un escote, nos deslumbra con un halógeno...
Ella se encuentra sofocada pero hace lo imposible por seguir con los pies el ritmo del ballenato con que nos obsequia el disc jockey. Hace un calor intenso y a la inicial euforia le sigue una suerte de dulce mareo.
La siguiente escena se rueda en plano americano: los dos caminan –sería muy significativa su horizontalidad- por un puente. La mujer se siente ganada por un cansancio infinito que no la permite ya mantener su verticalidad. Él la ha cogido en brazos y ahora –en ese plano general- va apareciendo un coche que acaba de detenerse junto a ellos . Resulta significativo para el espectador ese silencio que da toda la tensión a la escena: la mujer –recibimos la imagen a través del retrovisor- desmadejada, dormida en el asiento trasero. Él ha tenido el detalle -el Nissan se pierde ya entre calles- de cubrirla con la chaqueta. Ha puesto en la acción un mimo que ha emocionado al chófer.
La mañana se hace un hueco entre las juntas de la persiana. Ella ha abierto ya los ojos. Se puede ver ahora en el picado. Por su tranquilidad, por el movimiento certero que hace en este instante hacia el despertador, encontrándolo, deducimos que estamos en su apartamento, en su habitación. Sólo nos llega el murmullo de las sábanas cuando ella desplaza el otro brazo, segura de toparse con el hombre del que tiene un recuerdo borroso –sus manos desabotonándole la blusa, sitiándole el ombligo...
Repara por fin en la sonda que le trepa por la muñeca. Nota la boca extrañamente pastosa y –por ese movimiento- la presión de un apósito sobre el costado, justo a la altura de los riñones.
Llora, impotente, incapaz de moverse y levanta la vista: el contrapicado muestra, inmensa, una botella de suero: No te bastó con el corazón...
Volvemos a la galería. Todo sugiere que ya han pasado varios días. Llueve desconsoladamente y su imagen se pierde en un plano general del edificio, borrada, confundida con el agua.
Salimos al exterior. Atardece y la toma nos muestra un gran plano general de la ciudad, la cordillera dentada de sus edificios. Sus diminutos habitantes ocultan seguramente miles de historias tanto o más convencionales. Comienzan a aparecer los primeros títulos de crédito y suena la voz de Carlos Cano.

Sunday, January 29, 2006

El médico

Cuentan que Abú Bassed, el humilde médico del zoco, fue el doctor más prestigioso de Damasco.Tal era su fama que Farid El Hanafy, señor de la ciudad, confió a aquel galeno la delicada salud de su primogénito, aquejado de una inexplicable melancolía.
El príncipe hubo de ponerse a la cola de una turbamulta de desarrapados y esperar bajo el implacable sol de Marzo. Al llegar su turno, Bassed lo mandó descubrirse y tumbarse sobre una humilde jarapa de esparto. Recorrió después su vientre, su espalda y sus tobillos.
Sólo recuperaréis la sonrisa si bebéis agua del manantial de Kairobé –le dijo, finalmente, con gesto preocupado. Deberéis viajar, eso sí, solo y con lo imprescindible –añadió Bassed, mandando ya avanzar al próximo paciente.
Una mañana de Octubre el príncipe marchó hacia aquella fuente perdida que alimentaban las nieves del Atlas. Viajó hasta Tozeur a lomos de un camello; trabajó de sol a sol para pagarse el pasaje a Butrek; se perdió mil veces en la Cordillera; una caravana lo salvó de la impiedad del desierto; una mujer de ojos claros lo besó delicadamente la frente en una jaima y unos ladrones le respetaron la vida a cambio del zafiro que llevaba en el pecho...
Por fin una tarde de verano el desfiladero de Sijé lo llevó ante aquel hilo de agua del que bebió desaforadamente. Poco después se sintió radiante y no paró hasta alcanzar Damasco. El olor de las especias lo condujo hasta el zoco donde esperó pacientemente en la fila de los desheredados.
Razón teníais, señor. El agua de Kairobé me ha curado –dijo, agradecido el príncipe.
Os equivocáis, señor, no os curó la fuente –repuso el médico- sino el camino que tuvisteis que hacer hasta encontrarla.

(Del “Libro de las Mil y una Noches”; noche 32)

Wednesday, October 19, 2005

Días de cole

"Tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela"
Bernard Shaw


Tras los estudios primarios mis padres confiaron mi educación a los piadosos padres menesianos. Así, los que en mi adolescencia me enseñaron Latín, Geografía o Matemáticas fueron hombres de rigurosa sotana y gesto severo que imponían en las aulas una disciplina y un silencio casi castrenses.La única revolución posible era la de la palabra. Aquellos profesores a los que –lo que guste mandar, Don Servando; ¿Da usted permiso para ir al baño, Don Bruno? ; No volverá a ocurrir, Don Claudio- nos dirigíamos con servil reverencia, eran, en los conciliábulos de los cambios de hora, en los patios y en las puertas de los baños, objeto de mofa: a sus espaldas les llamábamos El Pikolín, El Locomotoro, El Simca, El Tutiplén; esos nombres eran nuestra forma de vengar tanto tedio.
Muchos de aquellos motes los habíamos heredado de quienes durante generaciones habían ocupado nuestros mismos pupitres; otros eran de nuestra propia cosecha. Lo cierto es que el fraile recién llegado no tardaba en tener un apodo cruel como una navaja oxidada.
Con Ricardo todo fue diferente: nadie hubiera imaginado que aquel tipo en vaqueros era un miembro más de aquella severa orden religiosa. Con él aprendimos, aparte de Historia, tolerancia y flexibilidad.
Desde el primer día nos pidió que lo tuteáramos y no tardó en ganar nuestra confianza: era un hombre de mirada condescendiente, tenía el pelo largo y silbaba por los pasillos canciones de Nino Bravo. Le escuchábamos –“poneros en el lugar de los mayas”- fascinados rehacer la historia.
Fue una lástima que aquella tarde de mayo hiciera tanto calor y estuviéramos tan alterados; fue una verdadera lástima que a Ricardo se le acabara por fin la paciencia y diera aquel golpe en la mesa con la intención de controlar una clase que se le iba de las manos.
A partir de mañana haré que esto funcione como un cuartel –dijo rojo de ira. Y de ahora en adelante me llamaréis con Don.
A pesar de que de cuando en cuando perdía los papeles, Don Ricardo –El Condón- fue uno de mis mejores maestros.

Friday, October 14, 2005

El hombre del tiempo

El tipo, menudo y achaparrado, no tenía la apariencia de mago, adivino ni zahorí. No tenía en los ojos una fuerza especial, movía las manos con una torpeza descorazonadora y hubo que ayudarlo a colocar aquel baúl en medio de la plaza.
No perdió el tiempo en presentaciones y en medio de un silencio clamoroso abrió la tapa del arca y extrajo de ella unas katiuskas y un impermeable.
Se calzó y se vistió con una absurda premura, miró al cielo y abrió un paraguas de fieltro bajo el cielo raso.
Llovió durante dos semanas mansamente; se llenó el pantano y concluyó la pertinaz sequía.

El forastero vivió desde entonces en palacio con su mágico equipaje. Durante años se vistió según las necesidades del reino, asegurando la siega y la vendimia. Durante años tuvimos nieve en Enero y un tibio sol en mayo. Durante años el invierno no fue excesivamente severo ni la canícula demasiado rigurosa. Durante años el crudo viento del nordeste fue una brisa tenue que apenas alteraba a las veletas.

El monarca, tan vanidoso, le pidió un día disfrutar de la playa en Febrero.
Los trigos, majestad, esperan la lluvia para espigar; ya os bronceareis en julio –le repuso convencido.

El hombre del tiempo fue ajusticiado y desde entonces el rey dispuso a su antojo de su vestuario.

Es una pena que a las infantas les haya apetecido esquiar en Mayo: estaban ya tan hermosos los naranjos…

Fábula del arrendajo y la veleta

El resto de pájaros solía preferir los cables del tendido, las antenas, las chimeneas. Sólo el inquieto arrendajo se posaba sobre aquella oxidada veleta.

La veleta era para el arrendajo una atalaya excelente; de la veleta partía y a la veleta volvía una y mil veces.
El arrendajo embellecía el desnudo brazo de la veleta; ésta lo sujetaba orgullosa, como quien muestra un tesoro.

Aquel matrimonio tan bien avenido naufragó una tarde de Noviembre:
No paras en casa –dijo la veleta al pájaro reprochándole tanto trajín.
Pues a ti te dan a veces unas ventoleras… –respondió el pájaro afeándole a la veleta su volubilidad.

Esa misma tarde el arrendajo se apoyó en la parabólica. La veleta, despechada, le dio la espalda aprovechando el inesperado viento del nordeste.

Tras la torre de la iglesia se agazapaba el invierno.

Friday, September 02, 2005

Crescendo

Ray Boretti nació en Nueva Orleáns el veinte de Agosto de 1901. Su madre, una irlandesa de ojos almendrados, lo alumbró camino del hospital en el asiento trasero de un Chevrolet y desapareció.
El niño creció al lado del padre, un agente de tráfico que acunaba a la criatura recitándole el Código de Circulación.
El muchacho, influido sin duda por ese progenitor uniformado y severo, había tenido, hasta esa aciaga tarde en que miccionó contra los muros del Liceo Irving, una conducta irreprochable. Debe decirse en su descargo que Boretti había buscado sin éxito un baño en el que desaguar más civilizadamente y que en el centro educativo nadie se llamó a escándalo pues eran fechas no lectivas y los alumnos se encontraban de vacaciones.
Nuestro protagonista orinó pues como un chiquillo contra aquellas ilustres paredes, se subió azorado los pantalones y abandonó a toda prisa el lugar del crimen. Durante aquel par de minutos había vivido una sensación tan desconocida como estimulante.
Fue así como comenzó a distraer una nuez, una manzana, un kiwi en el mercado de abastos. Aquellos segundos que duraba el hurto su corazón latía con un ritmo inusitado y sólo cuando la fruta se deslizaba en uno de sus bolsillos su respiración se serenaba. Curiosamente, la posibilidad de ser sorprendido y recriminado, lejos de amilanarlo, lo enervaba.
Pronto sus manos alcanzaron tal virtuosismo que sustraía billeteras y monederos como un depurado carterista. Abandonaba aquellos botines sin quedarse un céntimo como el pescador que devuelve su presa al río pues la satisfacción de haberla capturado limpiamente le parece ya suficiente premio.
Al de unos meses los robos no le saciaron; fue en Chicago –golpeó a un desconocido en la veinticinco con Kingsley hasta que le sangraron las manos- donde descubrió el irrenunciable elixir de la violencia: el tiempo lo convertiría en un sicario de la mafia y sus lugartenientes lo creyeron capaz de cualquier cosa.Aquel último trabajo se torció. Había practicado con el rifle de mira telescópica durante meses y había estudiado el escenario del crimen –Auditorio Benbow, treinta y dos escaleras, una limusina azul- a conciencia.
Lo cierto es que aquel jodido senador demócrata salió con vida y él huyo aparatosamente. Por el retrovisor del Chevrolet vio a lo lejos las sirenas de la policía y detuvo el coche, impotente, junto al semáforo en rojo.